Emociones

La inteligencia emocional, que implica la habilidad para reconocer, comprender y manejar tanto las propias emociones como las de los demás de forma eficaz, desempeña un papel fundamental en el bienestar emocional de una persona. No obstante, muchos no se encuentran familiarizados con este constructo psicológico, por lo que resulta esencial cultivar y profundizar en el conocimiento que se tiene con respecto al proceso emocional y sus principales características.

Para abordar efectivamente esta temática, es crucial comprender primero qué es una emoción y las implicaciones prácticas que este concepto conlleva. En este sentido, una emoción es el resultado de un proceso complejo que involucra la recepción de información sensorial interna o externa por parte de los centros emocionales del cerebro, seguido de una respuesta neurofisiológica y la interpretación de esta información por el neocórtex (Bisquerra, 2003), siendo clasificadas comúnmente en dos categorías: emociones primarias y emociones secundarias.

Según Izard (1991), para que una emoción pueda ser considerada como básica o primaria, debe cumplir con una serie de criterios o requisitos, los cuales son:

  • Estar asociada con patrones de actividad neural específicos y claramente distinguibles en el cerebro.
  • Manifestarse a través de una configuración facial única y reconocible, que puede ser observada y distinguida de otras emociones.
  • Estar acompañada por experiencias subjetivas particulares y claramente diferenciadas.
  • Tener una base en procesos biológicos evolutivos que hayan facilitado la adaptación y supervivencia de la especie.
  • Tener propiedades motivacionales que influyan en la conducta y que faciliten funciones adaptativas, contribuyendo así al ajuste y bienestar del individuo en su entorno.

Si bien existe controversia entre distintos autores respecto a qué emociones cumplen con los requisitos mencionados, generalmente se consideran como emociones básicas aquellas relacionadas con la felicidad, ira, miedo, asco, tristeza y sorpresa (Montañes, 2005). 

Por otro lado, las emociones secundarias parecen emerger como respuestas ante la evaluación social y la transgresión de las normas y los valores establecidos en la sociedad (Bennet, 2000; Harris, 1992), por lo que la culpa, vergüenza, orgullo, envidia y celos pueden considerarse como parte de este grupo (Badenes, 2000).

Finalmente, estas pueden categorizarse en términos de emociones positivas y negativas. Sin embargo, es importante recalcar que al referirse a emociones positivas y negativas, no se está juzgando si son buenas o malas en sí mismas, puesto que todas las emociones son legítimas y cumplen una función; la distinción se basa más en el estímulo que activa la respuesta emocional (Ferrero, 2010).  Por lo anterior, Lazarus (1991) entiende a las emociones negativas como aquellas que suelen surgir en respuesta a eventos percibidos como amenazantes, pérdidas, obstáculos en la consecución de metas o dificultades cotidianas, mientras que las emociones positivas emergen frente a eventos que se valoran como avances hacia objetivos personales, la seguridad o el bienestar.

En síntesis, las emociones son fenómenos neuropsicológicos específicos que han surgido como resultado de procesos de selección natural, organizando y motivando comportamientos fisiológicos y cognitivos que ayudan en la adaptación del individuo a su entorno. Estas se subdividen en emociones primarias, entendidas como procesos que tienen un sustrato neural innato, universal y un estado afectivo asociado único, y emociones secundarias, las cuales provienen de las construcciones sociales adquiridas por el individuo, permitiendo regular la interacción social y prevenir las conductas desadaptadas. A su vez, estas pueden categorizarse como positivas o negativas, lo que supone asignar una valencia a las emociones en función del lugar que ocupan en un eje que va del placer al displacer.